Me llamo Lola, soy activista de Amnistía Internacional, vivo un confinamiento privilegiado comparado con la tragedia de tanta gente, y aunque tengo 73 años, no me estoy sintiendo particularmente identificada con el grupo de la gente mayor.
En una sociedad donde sólo caben las buenas noticias, la vejez no es protagonista. Cuesta mencionarla y se sustituye por placebos: tercera edad, gente de más edad, envejecimiento activo. Y como a cualquier otro grupo, a la gente mayor nos usa la sociedad de consumo.
Pero más allá de la publicidad, lo cierto es que en la vejez, y más las mujeres, hacemos viajes y somos turistas, llenamos los teatros y los cines, visitamos los museos, cubrimos el cupo de las visitas guiadas por la ciudad, nos apuntamos a talleres, cuidamos de la infancia, somos activistas…
Con la pandemia, con las medidas del estado de alarma y con el tratamiento en los medios de comunicación, ha cambiado esa imagen brillante de la gente mayor. Ahora somos grupo de riesgo. El mundo es un riesgo para mí y yo lo soy para el resto de la comunidad. Y he sentido que pasamos a ser un estereotipo, gente indiferenciada igualada por un rango de edad, sin sexo, sin clase social, vulnerables, sin responsabilidad y sin voz.
Pero están pasando cosas graves. El virus ha destapado las carencias más elementales de los servicios sociosanitarios. Las residencias de mayores han sido un foco de infección para quienes las usan y para sus trabajadoras, mayoritariamente mujeres. He querido saber más y he buscado datos sobre los servicios disponibles. Y ¡oh, sorpresa! los últimos datos del Imserso son de diciembre de 2015. Parece escaso el interés público por desarrollar las medidas que ya contemplaba la Ley de Dependencia de 2006.
La vejez está feminizada y, con ella, los cuidados. Como faltan servicios públicos, la mayor parte de los cuidados prestados son informales. Las mujeres menores de 65 años se ocupan de casi la mitad de todos los cuidados prestados a la gente mayor. Pero al mismo tiempo, son las mujeres mayores de 65 años las que reciben casi la mitad de esos cuidados.
En los servicios profesionalizados también son las mujeres las principales usuarias. Lo son las dos terceras partes de quienes usan teleasistencia o atención domiciliaria, y en los centros de día y en las residencias las mujeres representan el 70%. Somos cuidadoras y necesitamos ser cuidadas.
Lola Liceras, activista y miembro del Equipo de Mujeres de Amnistía Internacional. © Private
Mi amiga Julia tiene 67 años y recibió la solidaria oferta de una vecina para llevarle la compra, pero Julia cuida a su padre de 94 años. Me cuenta que la señora que, a través del servicio de atención domiciliaria va dos horas diarias a casa de su padre, ha estado viajando en el metro desde Aluche a Fuencarral sin que la empresa subcontratada por el ayuntamiento para ese servicio les diera mascarillas. Y estas mujeres también son esenciales.
A la condición de salud vulnerable de la vejez se añade la precariedad de los servicios y ahora la mezcla ha explotado ¡Pongan recursos en el Sistema de Atención a la Dependencia!
En fin, entre el mundo ideal de la vejez innombrable y el mundo plano de la gente mayor hay carencias reales y derechos a reivindicar. Yo no quiero derechos humanos diferentes, pero creo que, como ha mostrado la pandemia –y en la crisis económica que la seguirá–, algunos de ellos nos son particularmente necesarios a las mujeres mayores: independencia para vivir de acuerdo a nuestras preferencias y capacidades; participación en las políticas que nos afectan; cuidados, profesionales, pagados y valorados socialmente; y dignidad, que significa no ser discriminadas por sexo, edad, etnia, discapacidad o contribución económica.