© Sofía Moro
Texto y fotografías: Sofía Moro
En 2009 El País Semanal me encargó fotografiar junto al periodista Álvaro Corcuera un encuentro en Birmingham, Alabama, en el que 21 personas se juntaron en una reunión privada para compartir experiencias y problemas tras su paso por el corredor de la muerte en los Estados Unidos. Fue mi primer acercamiento a los efectos y defectos de la irreversible pena de muerte. Ahí me enteré de que las estadísticas muestran que una de cada 10 personas condenadas a muerte en los Estados Unidos, es en realidad inocente, y es la corrupción del propio sistema lo que provoca este elevadísimo número de sentencias erróneas.
El encuentro lo organizaba Witness To Innocence, una asociación que aglutina a los exonerados del corredor de la muerte y a sus familiares. Habían encontrado aquí consuelo y sobre todo comprensión. Entre ellos podían compartir su infernal purgatorio.
Todo en la reunión era excepcional. Era excepcional que estuvieran vivos y libres, pero también lo era que estuvieran consiguiendo sobrevivir a su libertad. Habían compartido una experiencia aterradora: ser condenados a morir por un crimen que no habían cometido y, por ello, habían pasado años en el corredor de la muerte esperando, día tras día y noche tras noche, a ser ejecutados. Habían visto cómo otros compañeros, algunos ya muy amigos, eran eliminados. Algunos estuvieron tan cerca de morir que escucharon a los jueces nombrar la fecha y la hora exactas en que se enfrentarían a la inyección letal o la silla eléctrica.
Y el mismo sistema que les condenó un día a morir injustamente, les daba ahora la oportunidad de seguir viviendo. Pero ya no eran los mismos. No es posible recuperar la normalidad después de años de aislamiento, del miedo a la ejecución, de la desconexión del mundo y de la incredulidad y la rabia que resultan de haber sido una vez –y falsamente– etiquetados como asesinos.
Allí aprendí que el corredor de la muerte te destruye casi por completo. Las heridas son profundas. Al salir tienes que empezar tu propia reconstrucción. Tú solo, porque el mismo gobierno que antes se gastó millones tratando de ejecutarte, en muchos casos te deja libre sin ofrecerte ninguna ayuda, ninguna restitución o apoyo psicológico o financiero.
Shujaa Graham
Condenado erróneamente debido a una acusación falsa y a malas practicas fiscales y judiciales. Pasó ocho años en varias cárceles de California (1973-1981), cinco en el corredor de la muerte.
Shujaa Graham, era uno de ellos. Nació en Luisiana, en los años 50 del siglo XX. Una juventud de pobreza, segregación, correccional y cárcel.
Entró en prisión al cumplir los 18 y ahí aprendió a leer y a escribir. Estudió historia y se convirtió en un líder del movimiento Panteras Negras dentro del sistema penitenciario de California.
En 1973 es acusado del asesinato de un guardián y condenado a muerte, pero después de una campaña popular por su liberación, la Corte Suprema de California anuló la sentencia en 1979 alegando la intencionada exclusión del jurado de afroamericanos. Hasta 1981 no fue declarado inocente y puesto en libertad.
Shujaa fue el primero en el que me fijé. Encarna, refleja y resume todo. Es una portada. Shujaa fue el único al que Corcuera no entrevistó. No hablaba. Pero la fotografía no necesita palabras.
Shujaa si accedió a dejarse fotografiar. Fueron solo unos minutos en los que un hombre herido se sentó delante de la cámara. No hablaba. Yo tampoco.
Comencé a fotografiar y al instante una lágrima atravesó lentamente su mejilla. La lágrima fue intencionada. Era su manera de luchar contra la pena de muerte. Era su manera de mostrar la injusticia, el dolor sufrido, la herida en erupción. El era consciente de que esa fotografía sería un manifiesto contra la pena de muerte y eso era lo único que importaba, pues a eso ha dedicado su vida desde que salió libre. Shujaa viaja por todo el país hablando al público sobre los fatales defectos y efectos de la pena de muerte.
Su lucha inspiró la mía, en la que he pasado nueve años de mi vida fotografiando y entrevistando a personas afectadas por la pena capital.
Así conocí a Venita Maiche, encerrada en el corredor de la muerte de la prisión de máxima seguridad de Zomba, en Malawi.
Un país en el corazón de África que mantiene la pena de muerte heredada de su etapa colonial, no por convencimiento o maldad sino por miseria. Por la imposibilidad efectiva de reformar sus obsoletos ordenamientos jurídicos por estricta falta de medios.
En el año 2007, abogados locales y la ONG The Death Penalty Project, apelaron para devolver a la Corte Suprema el caso del condenado a muerte Francis Kafantayeni, alegando la inconstitucionalidad que suponía la obligatoriedad, heredada del Código Penal colonial inglés, de la pena capital para los delitos de homicidio. El Tribunal Supremo, en una sentencia histórica, derogó la pena de muerte imperativa. Todos los condenados a muerte antes de 2007, podían volver a ser juzgados considerando circunstancias atenuantes y eximentes del delito.
Venita era una de las personas que todavía estaban pendientes de ese nuevo juicio cuando visité el país en 2016. Su caso es paradigmático.
Venita Maiche
Pese a su enfermedad mental, Venita fue condenada a muerte y acusada del homicidio involuntario de su nieto en 2002. En 2017 se le concedió un nuevo juicio gracias al proyecto Kafantayeni y fue puesta en libertad en 2018.
En 2002, durante una hambruna tal que les hacía abalanzarse sobre cualquiera al que vieran comer, dos nietos de Venita se colaron en la huerta de un vecino para robar. Este les sorprendió y llamó a su abuela para que se hiciera cargo de ellos y les reprendiera. El mayor consiguió escapar. La abuela entonces castigó al pequeño de cuatro años pegándole con un palo. La extrema debilidad del niño hizo que no aguantara la paliza y muriera. Venita lo llevó al río para tratar de reanimarlo con agua. Al ver que había fallecido se fue en busca del nieto mayor. Tres días más tarde fue a la policía a contar lo ocurrido. El cuerpo fue encontrado en el río con una losa sobre el pecho que Venita aseguraba haber puesto para evitar que se lo llevara la corriente.
Fue condenada y pasó siete meses en el corredor de la muerte hasta que su pena fue conmutada por la de cadena perpetua.
Tras quince años de cárcel, volvió a ser juzgada y fue resentenciada a 25 años de reclusión, lo que supuso su liberación en 2018, pero el Ministerio Fiscal, sin tener en cuenta ni su edad (a sus más de 60 años, en 2016 era la reclusa de mayor edad de Zomba) ni su acreditado retraso mental, presentó una apelación pidiendo de nuevo la pena de muerte para ella. Esta no prosperó y Venita quedó libre en 2018. Algo deseado por su hija e incluso por el nieto que sobrevivió. Ambos temían por su salud y nunca la vieron merecedora de la pena capital.
Otra mujer que vivió la traumática experiencia de pasar por el corredor de la muerte en este caso en Irán es Marina Nemat.
Su historia es escalofriante. En Irán las niñas son consideradas mayores de edad a partir de los 9 años y medio. Irán es el país del mundo que más menores ejecuta.
Marina Nemat
Marina fue encarcelada a los 16 años en 1982. Sin constarle haber sido juzgada ni condenada, se libró de su ejecución en el último minuto, cuando estando frente al pelotón de fusilamiento un carcelero la salva la vida para después obligarla a casarse con él.
Marina tenía 13 años cuando triunfó la Revolución Islámica. Estaba en el último curso de secundaria. Cuando tras del conflicto se reanudaron las clases, llegó una nueva directora al colegio, que era miembro de la Guardia Revolucionaria. Poco a poco las clases se fueron convirtiendo en sesiones de adoctrinamiento político y religioso, y Marina se quejó. Quería clases de matemáticas y de física como antes. Cuando protestó la expulsaron de clase y muchas de sus compañeras salieron detrás por solidaridad. Hubo una huelga y ella fue considerada una de las instigadoras. Ese fue su delito.
La detuvieron en 1982. Tenía 16 años. Ingresó en la cárcel de Evin en Teherán, donde fue torturada. La ataron a una cama de hierro y la azotaron las plantas de los pies con un cable hasta que se desmayó. Pocos días después, una noche, descalza y con los ojos tapados, la sacaron de su celda junto a otros prisioneros y, sin darles ninguna información, les llevaron al exterior del edificio. Maniatada y tiritando de frío la ataron a un poste y encendieron unas luces que la deslumbraron. Sólo entonces fue consciente de que iba a ser fusilada. Segundos antes de empezar a disparar, apareció un coche a toda velocidad. Era el torturador de Marina y traía una orden para evitar su ejecución.
Pocos días después se enteraría de que su torturador, Ali, le había salvado la vida pero a cambio debía casarse con él. Si no lo hacía su familia pagaría las consecuencias.
Ya casada, siguió viviendo en prisión, fue trasladada al pabellón 246 donde convivió con unas 200 chicas. Allí se reencontró con algunas de sus amigas y con ellas pasó la mayor parte de su cautiverio. Había ejecuciones todas las noches. Marina vio desaparecer a muchas compañeras. Muchas eran menores de edad. Gracias a Ali su pena fue conmutada por la de cadena perpetua y luego por otra de tres años. Antes de terminar de cumplirlos, su marido fue asesinado en un atentado orquestado por sus propios compañeros.
Desde el año 1991 vive exiliada en Canadá. Padece estrés postraumático severo y ha dedicado su vida a mantener viva la memoria de todas las chicas que murieron en Evin.
Japón aplica la pena de muerte de una forma especialmente cruel. Los condenados están recluidos en régimen de aislamiento en celdas del tamaño de un aseo y esperan su ejecución un promedio de siete años, con la peculiaridad de que esta puede llegar en cualquier momento, por lo que se levantan cada mañana pensando que ese puede ser su último día.
Muchos enloquecen debido al estrés y la ansiedad que conlleva el no saber cuando acabarán con su vida. Las ejecuciones son secretas. Cuando la orden llega, a los condenados les restan sólo unos minutos antes de enfrentarse a la horca. Las familias son informadas a posteriori.
Iwao Hakamada
Ostenta el terrible record de ser la persona que más tiempo ha estado en prisión a la espera de la horca: 47 años y 7 meses.
En 1966 Iwao tenía 30 años Su exitosa carrera de boxeador profesional se había truncado cuatro años antes, debido a una lesión de rodilla. A raíz de su fracaso profesional, su matrimonio se rompió y su único hijo quedó bajo su tutela. Arruinado y solo, había comenzado a trabajar en una fábrica de miso. A los pocos meses, un incendio arrasó la fábrica y al extinguirse, el propietario, su mujer y dos de sus hijos, aparecieron asesinados.
Exboxeador, arruinado y divorciado, Hakamada se convirtió en el principal sospechoso. En el momento del incendio se encontraba solo en su habitación en las instalaciones de la fábrica, así que no tenía una coartada. La policía había encontrado una pequeña mancha de sangre en su ropa de dormir lo que provocó su detención en agosto de 1966.
Hakamada soportó 23 días de interrogatorios de hasta 16 horas, durante los que fue golpeado y amenazado, sin permitirle dormir, comer, beber o ir al baño hasta que firmó una declaración de culpabilidad. En todo ese tiempo, solo se le permitió hablar con sus abogados 37 minutos.>
Un funcionario redactó su confesión, e Iwao, agotado física y psíquicamente firmó su culpabilidad.
Iwao se retractó de la confesión en el juicio. Los forenses afirmaron que no podían asegurar que la sangre en la ropa de Iwao perteneciera a los fallecidos porque era insuficiente para ser analizada, pero esto no cambió nada. En 1968 fue condenado a la horca.
Pasó casi 48 años en prisión pensando que cada día podía ser el último, lo que le ha provocado un serio deterioro mental. En 2014, un juez aceptó una apelación que dejaba en manos de la Corte Suprema la decisión de repetir o no el juicio ante la sospecha de irregularidades en el primero. Desde entonces se encuentra en libertad provisional, vive en casa de su hermana Hideko, a la que ni siquiera reconoce. En el improbable caso de que el juicio llegara a repetirse, seguramente Iwao sería exonerado, lo que pondría en evidencia las graves deficiencias del sistema penal japonés.>
En Bielorrusia, el único país europeo que mantiene vigente la pena de muerte, los jueces son nombrados por el Presidente, lo que implica una enorme influencia política en sus decisiones. Los datos oficiales sobre las ejecuciones están clasificados como secreto de Estado. Estas se llevan a cabo sin informar con anterioridad ni a los familiares, ni a los abogados, ni a los propios presos. Los cuerpos no se entregan a los familiares y ni siquiera se les indica el lugar donde han sido enterrados.
Svetlana Zhuk
Madre de Andrei Zhuk, ejecutado en marzo de 2010, acusado del asesinato de dos guardias de seguridad durante un atraco a mano armada. Nunca le entregaron el cuerpo de su hijo.
A principios de 2009, Andrei Zhuk, hijo de Svetlana, participó con dos cómplices en el asalto a un furgón blindado en el que murieron los dos guardias que lo custodiaban. Andrei fue el que disparó. Al tener antecedentes penales –dos condenas previas– la policía no tardó en detenerle.
Desde el primer momento Andrei reconoció su culpabilidad. Pese a su colaboración y al hecho de ser padre de un hijo de corta edad, la reincidencia y la gravedad de sus crímenes no pudieron evitar que en julio de 2009 fuera condenado a muerte. Tenía 25 años.
El 19 de marzo de 2010 Svetlana fue hasta la prisión de Minsk con intención de entregar un paquete a su hijo. Los funcionarios le comunicaron que Andrei había sido “trasladado según la sentencia” y que ya no debía acudir más.
Así se le comunicaba que su hijo había sido ejecutado. Dos días después el padre de Andrei tuvo que ser hospitalizado víctima de un infarto.
Todavía hoy se niega a hablar de lo sucedido a su hijo. Svetlana se dedicó durante un tiempo a recorrer los cementerios de Minsk buscando infructuosamente la tumba de Andrei. Antes había presentado ante el Comité de Derechos Humanos de Naciones Unidas una protesta por violación de la presunción de inocencia durante el proceso que todavía estaba estudiándose cuando Andrei fue ejecutado. Denunciaba que cuando fue arrestado estaba bajo la influencia del alcohol, pero no se le sometió a un examen médico. Además, el entonces ministro del interior, se había referido públicamente a los detenidos como criminales mucho antes dictarse sentencia. También denunciaba que Andrei tuviera que comparecer en el juicio desde una jaula y esposado.