La masacre racial de Tulsa
La masacre racial de Tulsa de 1921 fue una de las más brutales matanzas racistas contra la comunidad negra en Estados Unidos, pero es casi desconocida porque durante décadas fue envuelta en un impenetrable manto de silencio. En la noche del 31 de mayo y la madrugada del 1 de junio, durante 18 horas de asesinatos masivos, incendios y saqueos realizados por una turba de 10.000 hombres blancos armados, 35 manzanas del barrio negro de Greenwood quedaron en ruinas. La destrucción alcanzó a más de 1.200 viviendas, una docena de iglesias, cinco hoteles, 31 restaurantes, ocho consultas médicas y más de una veintena de tiendas de alimentación.
Al menos 300 personas fueron asesinadas, más de 1.000 resultaron heridas y más de 6.000 fueron detenidas en el centro de convenciones (recinto ferial), donde algunas permanecieron hasta ocho días. Todo ello con la complicidad de las autoridades y la policía, cuyos agentes llegaron a participar en algunos saqueos e incendios.
El contexto de la masacre
La masacre racial surge de un doble contexto. Por una parte, el racismo furibundo, simbolizado en la “presencia del Ku Klux Klan en casi todos los aspectos de nuestra sociedad", como señaló Michelle Brown, directora de programas del Centro Cultural Greenwood, que ha recopilado y conservado recuerdos, fotografías y objetos de interés de Tulsa en 1921. Se estima que en esa ciudad del estado de Oklahoma había entonces más de 3.000 blancos en el KKK. Un racismo que ya se había manifestado con brutalidad dos años antes, cuando muchos soldados negros fueron linchados con sus uniformes puestos al regresar de la Primera Guerra Mundial, en el conocido como "Verano Rojo" de 1919 por los linchamientos y otros crímenes contra la población afroestadounidense cometidos en una treintena de ciudades.
Ben Keppel, profesor del Departamento de Historia de la Universidad de Oklahoma, coincide con Brown en añadir a ese contexto racista “un elemento de envidia”. En medio de la segregación dominante, Greenwood era una exitosa excepción, un barrio negro próspero y autosuficiente, con comercios y empleos que no dependían de los blancos. Por eso lo llamaban Black Wall Street (el "Wall Street Negro"), con más de 300 negocios, dos teatros, cines y restaurantes, así como una amplia galería de empresarios, médicos, farmacéuticos e incluso millonarios de raza negra.
El pisotón que desencadenó la masacre
La chispa de la masacre fue un simple tropezón. Igual que muchos otros días, Dick Rowland, limpiabotas negro de 19 años, cogió el ascensor que operaba la menor blanca de 17 años Sarah Page. Como concluyó la comisión oficial sobre la matanza establecida en 2001 por el estado de Oklahoma, él tropezó al salir y pisó a la chica, que dejó escapar un grito. Y cuando el joven se fue corriendo, el dependiente de una tienda cercana llamó a la policía, que lo detuvo al día siguiente.
Page no presentó cargos, pero las autoridades, sí. Y la desinformación y la rumorología –el vespertino 'Tulsa Tribune' acusó en portada a Rowland de intento de violación– hicieron el resto para encender los ánimos. Numerosos blancos fueron reuniéndose en las horas siguientes ante el juzgado, donde el sheriff Willard McCullough organizó un dispositivo de seguridad para proteger al detenido del linchamiento que reclamaba una colérica multitud de 2.000 personas.
Guiado por el propósito de ayudar a Rowland, también acudió allí un pequeño grupo (75 personas) de la comunidad negra, que decidió regresar a su barrio tras recibir garantías policiales de que el joven limpiabotas no sería linchado. Pero entonces hubo una discusión entre un blanco armado y un residente negro que le preguntó por qué blandía su arma. En el posterior forcejeo se produjo un disparo que alcanzó al hombre blanco.
Las 18 horas de la masacre
La chispa se convertía en incendio de odio, sangre y fuego. Los blancos decidieron asaltar el barrio negro, y hasta 10.000 personas cruzaron las vías del tren que separan el Tulsa negro del blanco.
Eran las 22:30, y medio millar de blancos se concentraron ante la comisaría, donde prestaron juramento como “asistentes de policía” y, con el apoyo de algunos agentes, saquearon varias armerías. Siguieron horas de asesinatos racistas y persecuciones callejeras a tiros contra personas negras, de crímenes salvajes como el del indigente ciego y con ambas piernas amputadas que fue amarrado a un coche y arrastrado hasta la muerte. Una auténtica 'cacería humana' por parte de la turba racista blanca, que bloqueaba ambulancias para impedir la atención a las personas heridas y que, tras incendiar las primeras casas de Greenwood, amenazaba a los bomberos a punta de pistola para que no sofocaran el fuego. Todo ello aderezado con bulos sobre un “alzamiento” de la comunidad negra y la supuesta llegada de “trenes llenos de negros” para ocupar Tulsa.
Amanecía el 1 de junio de 1921 cuando a las 5:08 sonó una sirena, disparó una ametralladora y comenzó la invasión racista de Greenwood, apoyada por media docena de aviones privados a modo de 'fuerza aérea' que lanzaba dinamita y bombas incendiarias. Durante aquellas 18 horas de la masacre Racial de Tulsa, respaldada por miembros del Ku Klux Klan y que, en algunos casos, recibió apoyo y armamento de las fuerzas de seguridad, el procedimiento se repetía: los grupos blancos llegaban a una casa, saqueaban los objetos de valor y la prendían fuego. Previamente sacaban a la calle a sus residentes negros para llevarlos a punta de pistola a un improvisado campo de internamiento. La policía se limitaba a colaborar con las 'detenciones'.
“Una turba racista blanca bloqueaba ambulancias para que no atendieran a personas heridas, incendiaba casas y amenazaba a los bomberos para evitar que apagaran el fuego”
El fin de la violecia. Termina la masacre de Tulsa
A las 11.30, el gobernador James Robertson declaró la ley marcial y desplegó las tropas de Oklahoma –en su totalidad militares blancos llegados de fuera de Tulsa–, que empezaron a restablecer un mínimo de orden y pusieron fin a la violencia. Aunque 'el orden' resultaba, como tantas veces, bastante desigual. Mientras los soldados desarmaban a las milicias blancas y permitían que se fueran a casa, al menos 6.000 afroamericanos seguían detenidos en el recinto ferial. Miles más habían huido de la ciudad, y 10.000 habían perdido su negocio, su vivienda o ambas cosas.
En cuanto al joven limpiabotas Dick Rowland fue trasladado fuera de la ciudad y abandonó Tulsa para siempre. Nunca tuvo que someterse a juicio, y su inocencia quedó fuera de toda duda cuando todos los cargos en su contra fueron retirados.
El silencio tras la masacre
Y después, silencio. Siete décadas de silencio. El propio profesor de Historia Ben Keppel no había oído de la masacre racial de Tulsa hasta que llegó a la Universidad de Oklahoma y un alumno lo mencionó en clase en 1994. Ni en la escuela, ni en el instituto, ni en sus estudios universitarios.
"Tanto los negros como los blancos escondieron lo sucedido bajo la alfombra; tenían que salir adelante,–apunta Michelle Brown–. Hablar de ello era revivirlo, y era demasiado doloroso. Hubo madres que no volvieron a saber de sus hijos, esposas que perdieron a sus maridos, niños que se quedaron sin padres… Nunca supieron nada de ellos".
A ese silencio íntimo 'de supervivencia' se añadió otro forzoso, impuesto bajo intimidación a la comunidad afroestadounidense por una comunidad blanca que deseaba pasar página sin asumir responsabilidad alguna. Durante años y años, el mayor interés de las instituciones fue tapar lo sucedido, borrar cualquier huella y callar a los supervivientes. Solo en 2019 las autoridades de Tulsa pusieron en marcha un proyecto para localizar las fosas mediante un radar de penetración subterránea y poder identificar a las víctimas. Todavía varias décadas después, algunos periodistas recibieron amenazas al empezar a investigar las circunstancias que rodearon aquella masacre racial.
A día de hoy, la situación ha mejorado bastante y, aunque gran parte de la población estadounidense sigue sin conocer muchos detalles, la masacre racial de Tulsa ya figura en el currículo escolar.
Un esfuerzo fundamental para desvelar esa 'verdad tardía' lo dio la comisión oficial de investigación aprobada en 1997 (76 años después de la masacre), que tras un exhaustivo trabajo presentó sus resultados en 2001. En una de sus conclusiones más relevantes, señaló a las autoridades por haber conspirado para destruir Greenwood, lo que se tradujo en una recomendación de compensar a las víctimas y sus descendientes.
“Durante años y años, el mayor interés de las instituciones fue tapar lo sucedido, borrar cualquier huella y callar a las personas que sobrevivieron a la masacre”
La gran injusticia: nadie paga por la masacre
Pero la justicia les fue siempre esquiva, y nadie pagó por lo sucedido.
"En los años 90 se emprendieron acciones legales para intentar obtener justicia para los sobrevivientes, pero técnicamente los delitos habían prescrito y no se hizo nada", recordó el profesor Keppel. “Ninguna persona blanca fue condenada por ningún delito relacionado con el asesinato de personas o la destrucción de la propiedad en el distrito de Greenwood. Ninguna”, remarcó el investigador y ensayista Hannibal Johnson en el documental “Tulsa burning” ("Tulsa en llamas").
Oficialmente, los funcionarios calificaron lo sucedido de "disturbios" raciales, una definición nada inocente que, por una parte, garantizaba la prescripción de los delitos cometidos por residentes blancos y, por otra, eximía a las compañías de seguros de pagar daños a los propietarios de viviendas o negocios destruidos. En palabras de Brown, los residentes negros de Tulsa nunca fueron compensados: "Nunca recibieron justicia”. De hecho, las compañías de seguros rechazaron las reclamaciones de las víctimas, y también fueron desestimadas las demandas civiles contra la ciudad.
Silencio e injusticia acabaron siendo las dos caras de la misma moneda. El 'Tulsa Tribune', que publicó la falsa acusación de violación contra el joven Rowland y un artículo que hablaba de su linchamiento, vio borrarse 'misteriosamente' esos textos de su archivo años después.
El ayuntamiento creó por su parte una comisión formada solo por blancos con la misión de “aliviar el sufrimiento de los negros” y “reconstruir y rehabilitar” lo destruido. Pero esas aparentes buenas intenciones tenían trampa: al final decidió no permitir a la población afroamericana volver a levantar sus casas en Greenwood, sino en un área distinta. El objetivo municipal era que "las dos razas estén separadas” por una zona industrial, y su argumento, que así se evitaría cualquier mezcla entre “sus elementos más bajos”, porque esa es “la raíz de un mal que no debería existir”. Un cóctel perfecto de racismo y clasismo.
Tampoco los tribunales brillaron por hacer justicia. Un jurado culpó a los negros de haber provocado los disturbios, pero quedó en evidencia por su pobreza argumental. Mientras atribuía sin pruebas toda la responsabilidad a los afroestadounidenses que acudieron al juzgado para proteger a Rowland, consideraba que la multitud blanca que gritaba “entregadnos al negro” y “traed la soga” no quería en realidad lincharlo.
“Un jurado culpó a los negros por los disturbios sin pruebas y absolviendo a las personas responsables con argumentos insostenibles”
La reparación pendiente
Ni hubo justicia, ni hubo reparación. Una asignatura pendiente que, como reflexiona Michelle Brown, solamente podrá aprobarse “hablando de esto como comunidad, porque la ciudad está sufriendo y está dividida porque no hemos lidiado con esta parte de la historia. Si queremos seguir adelante como una Tulsa unida, tiene que haber una discusión que lleve a la reparación y la reconciliación", recalca.
Y esa reparación, apunta Therese Aduni –cuyo abuelo fabricaba relojes en Greenwood y cuyo padre nació pocos meses después de la masacre–, tiene que llegar en forma de desarrollo económico, una demanda de la comunidad negra que nunca ha sido escuchada. “Necesitamos un supermercado, una zapatería, una lavandería… Queremos todos los negocios que teníamos antes, queremos que los restauren. Eso sería reparación para mí", insiste. Y remacha: “Oímos sobre las reparaciones a los japoneses, a los sobrevivientes del Holocausto... ¿Por qué nosotros no?".
Numerosas placas –una frente a cada antiguo negocio del 'Wall Street negro'– dejan ver una leyenda común que le da la razón: "Destruido en 1921. No reabierto".
El futuro robado
Y es que, como coinciden descendientes y organizaciones de derechos humanos, la masacre tuvo consecuencias negativas a medio y largo plazo sobre las condiciones de vida, la educación y el empleo de los negros de Tulsa. Según un estudio de la Universidad de Harvard, todavía hoy duplican las posibilidades de no tener trabajo de los blancos. Y si en la década de 1920 los niveles de propiedad de sus viviendas estaban casi igualados (30% los negros y 35% los blancos), ahora las diferencias son significativas (32% y 58% respectivamente).
Un estudio de 2019 de Human Rights Watch (HRW) también evidenció grandes diferencias en la tasa de pobreza: el índice de la comunidad negra de Tulsa (34%) casi triplica el de la población blanca, y aún es más alto en el área norte de la ciudad donde se encuentra el barrio de Greenwood. En cuanto a la esperanza de vida, en el barrio más pobre es 11 años inferior a la del sector más rico habitado por blancos.
Por eso la organización pidió hace un año a las autoridades estatales y locales que ofrezcan compensaciones por la masacre racial de 1921 y que desarrollen e implementen sin demora un plan integral de reparación en estrecha consulta con las comunidades afectadas. Un plan, precisó, que debería reforzar los programas de becas existentes y realizar inversiones específicas en salud, educación y oportunidades económicas. HRW también demandó a las autoridades federales, estatales y locales la aprobación de leyes que eliminen los obstáculos legales a las demandas civiles relacionadas con la masacre.
Amnistía Internacional contra el racismo
Amnistía Internacional es una organización global de derechos humanos que trabaja incansablemente para combatir el racismo en todas sus formas y en todo el mundo. Para ello realiza investigaciones exhaustivas para documentar casos de racismo, recopilando testimonios, pruebas y datos que evidencian prácticas discriminatorias. Estos informes son fundamentales para exponer públicamente las injusticias y ejercer presión sobre los gobiernos y las instituciones responsables. Además, lleva a cabo campañas de sensibilización pública para educar y concienciar a las personas sobre el racismo y sus impactos negativos.
La organización trabaja directamente con gobiernos, organismos internacionales y otros actores relevantes para impulsar cambios legislativos y políticas que promuevan la igualdad racial y protejan a las minorías étnicas. La organización aboga por la implementación de leyes antidiscriminatorias, la reforma de sistemas judiciales y policiales, y la adopción de medidas que garanticen el acceso equitativo a los derechos fundamentales. También presenta denuncias ante organismos internacionales y tribunales de derechos humanos, buscando resoluciones que condenen las prácticas discriminatorias y obliguen a los Estados a tomar medidas correctivas.
La organización trabaja en estrecha colaboración con otras organizaciones internacionales de derechos humanos, organismos de la ONU y movimientos sociales para fortalecer la lucha global contra el racismo. A través de alianzas y redes de cooperación, Amnistía Internacional amplifica su impacto y asegura una respuesta coordinada y efectiva frente a la discriminación racial a nivel mundial.
Su enfoque integral y su compromiso con los derechos humanos hacen de Amnistía Internacional un actor clave en la lucha por la igualdad racial y la justicia social en todo el mundo. Unirse a esta causa no solo es un acto de solidaridad, sino un paso hacia un mundo donde la dignidad y la igualdad prevalezcan sobre el odio y la discriminación.
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