Aida, Selma, Tina y Dzenita tienen entre diez y once años en febrero de 1994. Suelen jugar juntas en la calle a 300 metros de las posiciones de los sitiadores en la llamada primera línea del frente en Sarajevo. © Gervasio Sánchez
Coincidiendo con el Día Internacional para la Eliminación de la Violencia de Género, el fotógrafo y periodista Gervasio Sánchez publica Violencias.Mujeres.Guerras en la editorial Blume con el apoyo del Instituto Aragonés de la Mujer y el Pacto de Estado contra la Violencia de Género. El libro recoge decenas de historias sobre la violencia que viven las mujeres en la guerra, así como 90 imágenes tomadas por el autor entre 1984 y la actualidad en 25 conflictos armados y graves crisis humanitarias en cuatro continentes. Además, comparte con este artículo parte de sus vivencias como fotógrafo y periodista en conflictos armados.
Pruebas de violencia a lo largo de la historia
Hace 13.400 años ya se mataba indiscriminadamente. Investigadores del Museo Británico y las universidades de Burdeos y Toulouse han publicado este año un estudio sobre un cementerio de finales del Paleolítico encontrado al norte de Sudán. El 75% de los restos humanos muestran lesiones de ataques violentos.
Hace cinco años, en enero de 2016, la antropóloga forense Marta Mirazón de la Universidad de Cambridge publicó un informe demoledor sobre una matanza en el lago Turkana (Kenia) ocurrida hace 10.000 años. Entre los restos recuperados de 27 personas había seis niños pequeños y una adolescente. Uno de los esqueletos pertenecía a una mujer que “estaba semisentada con las rodillas fracturadas, dobladas en un ángulo imposible, rodeada de peces”, que podría haberse ahogado al no poderse podido levantar después de ser herida.
Hace tres años una investigadora sueca encontró en un precioso paraje de su país diez cráneos de mujeres y hombres de hace 8.000 años atravesados por una pica. Entre sus conclusiones desvelaba que habían sido torturados antes de morir.
Hace poco más de un año un estudio publicado en la revista Nature anunciaba que se habían encontrado los restos de nueve miembros de una misma familia (entre ellos cuatro niños) asesinados en pleno Neolítico hace 7.300 años en la cueva de Els Trocs, en el Pirineo de Huesca.
- Sofia Elface Fumo tiene 14 años y ha cambiado dos veces de prótesis desde que en noviembre de 1993 una mina le arrancase de cuajo las dos piernas y matase a su hermana Maria de ocho años. Vive con sus padres y sus cinco hermanos en Massaca, una aldea a unos cuarenta kilómetros de Maputo, la capital de Mozambique. Pertenece a una familia campesina muy humilde que sobrevive de una pequeña parcela y de trabajos esporádicos de su padre. Asiste cada día a la escuela comunal y se ha convertido en una afamada modista. Una máquina de coser, donada por una organización humanitaria, preside una pequeña pero ordenada habitación. Después de hacer los deberes, pasa el día cosiendo sus propios vestidos, los de sus hermanos y los encargos realizados por los vecinos. Devastado por sucesivas guerras, Mozambique es el segundo país más minado en África Austral después de Angola. Miles de personas han muerto o han sufrido terribles amputaciones por culpa de las minas. Massaca (Mozambique), febrero de 1997. © Gervasio Sánchez
- Violeta Berrios, pareja del taxista y comerciante Mario Argüelles, Vicky Saavedra, hermana del estudiante José Gregorio Saavedra González, fusilado con 17 años, y una mujer familiar del mecánico José Rolando Hoyos Salazar, muestran fotografías de sus seres queridos en la fosa clandestina en la que fueron enterrados a 14 kilómetros de Calama, en pleno desierto de Atacama, al norte de Chile, tras ser ejecutados extrajudicialmente en octubre de 1973. Durante 17 años estas mujeres, junto a otros muchos familiares, buscaron los cuerpos y excavaron en una decena de lugares diferentes. Un testigo de la inhumación ilegal indicó 17 años después de la masacre el lugar exacto del enterramiento ilegal. Pero la fosa había sido removida y sólo aparecieron algunos restos de 13 de las 26 personas asesinadas, pero suficientes para ser identificadas con técnicas genéticas. Los casos de los otros 13 desaparecidos sirvieron para que la Corta Suprema aprobara el desafuero contra el dictador Augusto Pinochet, máximo responsable de esta masacre y de otras ocurridas en los días anteriores en el norte chileno. El juez Juan Guzmán ordenó el 29 de enero de 2001 el arresto y el procesamiento criminal de Pinochet como “autor inductor” del homicidio de 57 prisioneros y el secuestro de otros 18. Desierto de Atacama (Chile), julio de 1999. © Gervasio Sánchez
- Aida, Selma, Tina y Dzenita tienen entre diez y once años en febrero de 1994, dos años después de empezar el cerco de Sarajevo. Tres de ellas viven en el mismo edificio y la cuarta en el de al lado y van a la misma escuela. Suelen jugar juntas en la calle a 300 metros de las posiciones de los sitiadores en la llamada primera línea del frente. Utilizan el taxi destrozado del padre de Aida que está aparcado en la calle para cuidar a los animales que son heridos durante los bombardeos. Más de un cuarto de siglo después, cada una vive en una esquina diferente de Europa. Aida viajó a Finlandia tras la guerra y allí formó su familia. Dzenita emigró a Alemania hace tres años para mejorar la vida de su hija afectada de varias discapacidades. Tina se enamoró de un soldado y vive en Italia. Sólo Selma se quedó en Sarajevo. La guerra no es solo bombardeos y muertos. Es también consecuencias y dramas para siempre. Sarajevo (Bosnia-Herzegovina), febrero de 1994. © Gervasio Sánchez
- Una niña deportada llora tras cruzar la frontera entre Kosovo y Albania. La deportación masiva de la población albanokosovar, ordenada por Slobodan Milosevic tres días después de iniciarse los bombardeos de la OTAN sobre las fuerzas serbias en Kosovo, obliga a un millón de personas a refugiarse en Albania, Macedonia y otros países vecinos. El dictador balcánico consigue que hasta los serbios moderados y los opositores a su gobierno cierren filas junto a su líder ante los bombardeos de los aliados europeos. Un personaje del gran escritor austriaco Thomas Bernard dice en su libro Helada que “muchas ideas se convierten en deformidades que luego no se pueden extirpar”. Meses después, el regreso de los deportados obligará a la población serbokosovar a huir para siempre de su tierra mientras Milosevic se mantendrá en su puesto hasta que en abril de 2001 será entregado al Tribunal Penal Internacional. Nunca será juzgado al morir en extrañas circunstancias en su celda en marzo de 2006. Morina (Albania), abril de 1999. © Gervasio Sánchez
- Mujeres campesinas con armas de madera son entrenadas y militarizadas por el ejército en las denominadas rondas campesinas para combatir a la guerrilla de Sendero Luminoso en el altiplano peruano. La guerra sucia, utilizada por las fuerzas armadas gubernamentales y los guerrilleros, provoca miles de muertos y desaparecidos y el éxodo de la población campesina a las ciudades. En cada aldea de los departamentos peruanos más conflictivos hay un grupo de personas encargadas de resguardar el orden y pasar lista de día y de noche. Este reclutamiento es universal, obligatorio y bajo amenazas por parte del ejército. Los oficiales militares lo tienen claro: “Quien no colabora es porque es guerrillero”. Sendero Luminoso utiliza un lenguaje muy particular según la explicación de un testigo: “Sendero no obliga, sino invita; no roba, pide colaboración; no mata, ajusticia”. Con amenazas y hostigamiento este grupo armado de influencia maoísta fue desarticulando la organización ancestral de las comunidades indígenas con el objetivo de imponer su modelo político, económico e ideológico de lo que denomina “República de la Nueva Democracia”. Huamanguilla (Perú), abril de 1990. © Gervasio Sánchez
- Blanca Nubia Díaz, de 58 años, madre de Irina del Carmen Villero Díaz, de 15 años, secuestrada, violada por una decena de paramilitares y asesinada. “Unos aldeanos encontraron su cadáver semidesnudo con señales de tortura y las manos rotas. La enterraron como NN (sin nombre); la desenterramos un mes más tarde. En aquellos días mataron a varias menores, decían que por ir con ropas ligeras; alguna apareció con los pechos rociados de ácido. He sido amenazada de muerte y perseguida, he tenido que huir de mi aldea, me siguen amenazando en la capital porque quiero que se haga justicia”, cuenta Blanca Nubia. En la primera década del siglo XXI, 400.000 mujeres y menores colombianas fueron violadas por militares, paramilitares y guerrilleros en Colombia. Bogotá (Colombia), noviembre de 2011. © Gervasio Sánchez
- Mawj al Obaidi fue herida la madrugada del 7 de abril de 2003 en un bombardeo estadounidense durante la invasión de Iraq. Aviones estadounidenses A10 Thunderbolt lanzaron misiles Mawerick y Sidewinder y ametrallaron con proyectiles perforantes de 30 milímetros las casas de la aldea Yilata, situada en los alrededores de Bagdad, en una zona desmilitarizada colindante con el rio Tigris, y provocaron la muerte de 16 civiles, incluido un bebé de siete meses, y heridas a otras cuarenta personas. Mawj fue una de las víctimas de aquel bombardeo indiscriminado conocido como de “alfombra” cuyo objetivo era provocar la huida del enemigo y facilitar el avance de sus unidades mecanizadas, aunque el frente estuviese a siete kilómetros. De aquel infierno de metralla nocturno se levantó Mawj, una minúscula niña de nueve años en aquel tiempo, chorreando sangre y con el brazo a punto de desprenderse. “Estuve a punto de arrancárselo para detener la hemorragia”, recordó meses después Sana, su madre. Fernando Fonseca, un cirujano español, le reconstruyó el brazo. Diez años después, y tras varias operaciones para salvar la movilidad del brazo, intenta vivir la vida de una joven estudiante universitaria aunque escribe poemas que profundizan en el dolor, la violencia extrema y la desesperación: “Soy el cementerio que está lleno de cadáveres; soy la sonrisa que yace muerta en los labios”. Yilata (aldea cerca de Bagdad, Iraq), marzo de 2004/marzo de 2013. © Gervasio Sánchez
- Mujeres y niños víctimas de malaria y malnutrición esperan su turno en la consulta médica del centro de salud. Es difícil conocer sudaneses del sur que sepan lo que es un país sin guerras y libre de epidemias desde mediados de los años cincuenta del siglo XX. Desde que nacen hasta que mueren la población vive en perfecta sincronía con enfermedades ya superadas en Occidente. La malaria, envuelta con la penuria alimenticia, masacra a mujeres y niños. El Programa de Alimentación Mundial intenta proveer de ayuda alimentaria y de medicinas a las aldeas más aisladas, a veces lanzándola desde aviones de transporte militar. Pero la rapiña utilizada por los bandos en guerra impide muchas veces que la ayuda lleguen a los más desfavorecidos. Maridi (Sudán), marzo de 1995. © Gervasio Sánchez
- Una madre poliomielítica con su pequeña hija a cuestas en la angoleña Kuito, una ciudad destruida, irreal o inventada como la Macondo de Cien años de soledad, del colombiano Gabriel García Marquez o la Canudos de La guerra del fin del mundo, del peruano Mario Vargas Llosa. Por sus avenidas y plazas destrozadas por los continuos bombardeos que ha sufrido durante la guerra civil pasea un ejército de mutilados por las minas o víctimas de la poliomielitis. Esta mujer, como tantas miles, nunca ha recibido ayuda gubernamental y su supervivencia y la de su hija depende de la escasa ayuda humanitaria que distribuye el Programa de Alimentación Mundial de la ONU. Las autoridades siguen utilizado la guerra para justificar los desastres económicos y su inanición ante los problemas generalizados cuando, en realidad, se han agudizado por culpa de la corrupción y el robo descarado. Kuito (Angola), abril de 1997. © Gervasio Sánchez
- La República Árabe Saharaui Democrática (RASD) es un Estado formado por la antigua provincia de lo que se llamó Sáhara español, ocupada ilegalmente en 1976 por Marruecos y Mauritania tras la retirada de España meses después de la muerte del dictador Francisco Franco. La RASD ha sido reconocida por 84 Estados, si bien este número varía dependiendo de la fuente consultada. Es un estado miembro de la Unión Africana. El Frente Polisario, acrónimo de Frente Popular de Liberación de Saguía El Hamra y Río de Oro, es un movimiento de liberación nacional que lucha contra la ocupación de Marruecos y persigue la autodeterminación del pueblo saharaui. Administra los campos de población refugiada diseminados por la provincia de Tinduf, al suroeste de Argelia, y los territorios liberados separados de la parte ocupada por un muro de 2.700 kilómetros. Los campamentos de refugiados se llaman igual que las ciudades ocupadas del Sahara Occidental: El Aaiún, Auserd, Smara, Dajla, Bojador. Cada campamento es una wilaya o provincia y está formada por dairas, que son municipios. Rabuni es la capital administrativa donde se encuentra la sede del gobierno saharaui en el exilio, varios ministerios, protocolos y administraciones de los servicios públicos. Campamento saharaui de Bojador, setiembre de 2016. © Gervasio Sánchez
- Una mujer es rescatada en aguas internacionales de una patera que horas antes ha salido de las costas libias. El resumen de aquel domingo de rescate sin muertos fue el siguiente: 14 voluntarios de la organización Proactiva Open Arms salvaron con dos lanchas rápidas de seis metros a 389 náufragos en ocho horas de intenso trabajo en el Mediterráneo central. Entre los rescatados hubo 91 mujeres, seis de ellas embarazadas, 14 niños menores de diez años, entre ellos dos gemelos, y 84 menores entre diez y diecisiete años no acompañados. La primera patera que localizaron era una “rubber boat”(barcaza de goma), a unas 28 millas de la costa libia. La inmensa mayoría de los 128 pasajeros hacinados que viajaban a la deriva eran subsaharianos. Las 25 mujeres, una de ellas embarazada de nueve meses, y tres bebés fueron los primeros evacuados. Algunas apenas se mantenían en pie y se derrumbaban en la lancha de salvamento a plomo. Varias de ellas asomaban la cabeza por la borda e intentaban vomitar. Enfrente de la costa libia (Mediterráneo central), junio de 2017. © Gervasio Sánchez
- Un grupo de niñas reciben clase en un colegio destartalado y sin cristales para protegerse de las temperaturas gélidas del invierno afgano. Es el inicio del primer curso escolar y universitario con presencia femenina en las aulas tras el quinquenio del régimen de los talibanes, expulsados del poder por una coalición internacional encabezada por Estados Unidos. Las más privilegiadas recibían educación clandestina en sus propias casas, pero la mayoría han pasado más de cinco años encerradas como sombras furtivas. Eran azotadas si salían a la calle sin acompañamiento masculino, enseñaban el tobillo o calzaban zapatos de colores prohibidos. Al analfabetismo crónico hay que sumarle el absentismo de las profesoras con salarios muy bajos que influyen en el pésimo nivel del profesorado. A pesar de la acumulación de graves problemas, incluido el de la seguridad en las áreas agrarias, las niñas acuden a los colegios con regularidad y gran deseo de aprender y son capaces de estar horas sentadas sobre banquetas duras y compartiendo el escaso espacio. Kabul (Afganistán), febrero de 2002. © Gervasio Sánchez
Los motivos de las guerras son diversos pero las víctimas siempre son numerosas
La guerra, la violencia y el ensañamiento circulan por nuestros genes desde hace milenios. Por mucho que rebobinemos la historia es difícil encontrar un periodo pacífico de la humanidad. A lo largo de mi vida profesional, en las últimas cuatro décadas, casi toda persona que he encontrado en plena ebullición bélica me ha demostrado que prefiere matar antes que morir.
Cuando todo se desmorona y los puentes de convivencia se resquebrajan aparece la sed de violencia insaciable del ser humano. Ni siquiera es necesario que haya armas automáticas para que se desate una matanza o un genocidio, como el ocurrido a finales del siglo XX en Ruanda. En apenas un trimestre escolar, entre abril y junio de 1994, casi un millón seres humanos fueron liquidados, la mayoría a machetazos por vecinos con los que habían acudido hasta días antes a los mismos lugares de culto, mercados o colegios.
Las razones de cada guerra son distintas. Las víctimas se acumulan como ejércitos de ceros. Los combatientes se vuelven insensibles al dolor ajeno. Las sociedades retroceden décadas y recuperan enfermedades que ya estaban superadas. El dolor se pertrecha entre las entrañas de la sociedad herida y cabalga como los jinetes del Apocalipsis que nunca descansan.
“La guerra no es más que un asesinato en masa, y el asesinato no es progreso”, escribió el historiador, político y poeta francés Alphonse de Lamartine en la primera mitad del siglo XIX. Como la guerra es el periodo de mayor desigualdad que puede sufrir una sociedad, las desigualdades se multiplican durante el tiempo que dura la violencia.
¿Cuál es realmente el papel de las mujeres en las guerras?
Si eres hombre o niño sufres sin que dependa de tu condición económica o de tu edad. ¿Pero qué pasa si eres una mujer o una niña? La ración de sufrimiento que ingerirás será aún más brutal y letal porque los combatientes siempre utilizan al sexo femenino como carne de cañón sin importar que las mujeres que violan o matan se parezcan a sus seres más queridos.
No es igual ser mujer que hombre en una guerra, una hambruna o una epidemia. En las catástrofes bélicas hay violencias específicas contra las mujeres o las mujeres las viven de una manera distinta. Siempre hay un sufrimiento extra. Si una mujer pisa una mina antipersona a menudo será abandonada por su marido. En Angola o Mozambique simplemente se van de casa porque “mi mujer ya no es completa”, como escuché en innumerables ocasiones en ambos países.
Los desaparecidos son casi siempre varones. Son secuestrados, trasladados a lugares secretos, torturados, asesinados y enterrados en fosas comunes clandestinas o lanzados al mar. Las mujeres, madres, esposas o hijas son las encargadas de buscarlos durante años y décadas. A veces durante toda la vida.
He conocido mujeres que perdieron a sus seres queridos cuando eran muy jóvenes y nunca han vuelto a tener una relación amorosa. Otras han tenido que defender al marido desaparecido que la maltrataba y le pegaba antes de ser secuestrado. No son viudas, ni divorciadas. Siguen casadas con un desaparecido, aunque sepan que nunca lo encontrarán. Los hombres, en cambio, no tienen tantas dificultades para rehacer sus vidas y formar una nueva familia. Cuando han pasado décadas de sacrificios es perfectamente razonable afirmar que la mujer que busca y lucha por la memoria de la víctima ha sufrido un tipo de violencia aún más execrable que la del ser querido desaparecido.
En las crisis de refugiadosson las mujeres las que se tienen que hacer cargo de los hijos más pequeños. Llevarlos en brazos o cargados en la espalda es lo habitual cuando se produce una gran desbandada. La malnutrición infantil se dispara y son las mujeres o las niñas las que deben recorrer largas distancias para encontrar agua o alimentos en lugares desconocidos. Los niños mueren de hambre, cólera, malaria, tuberculosis casi siempre en brazos de sus madres. Es posible que el padre esté trabajando o buscando sustento, pero es la madre la que sufre el trance de ver morir a su pequeño.
La violación como un arma de guerra
En muchos países los niños son secuestrados a edades muy tempranas, algunos menores de 10 años. Los varones son convertidos en soldados y se les prepara para hacer sufrir, amputar, violar o matar. A las niñas se las convierte en esclavas sexuales. Los niños pueden sufrir un maltrato a base de golpizas o castigos. Las niñas son sistemáticamente violadas, muchas veces en grupo, en ocasiones hasta la muerte.
La violencia más humillante es la violación. Pero las mujeres también sufren prostitución forzada o esclavitud sexual. Son prácticas horrendas. Son crímenes de lesa humanidad, graves violaciones del derecho internacional humanitario. En Colombia documenté casos de violación para una campaña con un eslogan muy explícito: "Saquen mi cuerpo de la guerra".
Todos los actores armados, es decir, soldados y policías gubernamentales, paramilitares de derecha y guerrilleros de izquierda, utilizaban la violación como un arma de guerra. Conocí algunas mujeres y menores que habían sufrido asaltos sexuales por parte de distintos grupos armados como si los combatientes necesitasen plagiarse unos a otros en un concurso de brutalidades.
En 2011, quince mujeres indígenas de Guatemala denunciaron el brutal trato recibido por soldados del ejército regular a principios de la década de los años ochenta. Durante seis meses fueron detenidas, violadas y esclavizadas. El caso causó un gran revuelo y se convirtió en la primera condena en el mundo por un delito de esclavitud sexual durante un conflicto armado, en un país donde la violencia sexual formó parte de una estrategia deliberada.
A pesar de que la violencia sexual se utiliza de manera generalizada como arma de guerra desde hace siglos o milenios, ha habido que esperar casi al final del primer decenio del siglo XXI para que se reconociese como un crimen contra la humanidad.
Las violaciones de mujeres durante la Segunda Guerra Mundial
Durante la Segunda Guerra Mundial, “el desprecio que sentían muchos soldados alemanes por los Untermenschen («subhumano» en alemán, término empleado por la ideología nazi para referirse a las personas inferiores) orientales cuando invadieron la Unión Soviética contribuyó sin duda al trato despiadado que recibieron las mujeres ucranianas y rusas”, recuerda Keith Lowe en su fantástico libro Continente salvaje. “Cuando cambió la situación y el Ejército Rojo avanzó sobre Europa central decenas de miles de mujeres de origen aleman fueron violadas y luego asesinadas en una orgía de violencia ciertamente medieval”, cuenta Lowe.
Las mujeres alemanas dieron a luz a entre 150.000 y 200.000 “niños extranjeros”, una parte considerable como resultado de embarazos tras ser violadas por soldados aliados. Entre 50.000 y 200.000 húngaras fueron violadas por soldados soviéticos. Hasta al menos el año 1948 el mayor peligro para las mujeres y las menores en las zonas ocupadas por los Aliados era ser violadas por soldados pertenecientes a los países que derrocaron al régimen nazi.
La violencia sexual, un crimen de guerra
No fue hasta la Cuarta Convención de Ginebra de 1949 cuando se mencionó la violación por primera vez, aunque no se la consideró un crimen de guerra grave. Y hubo que esperar a la creación de los tribunales internacionales que juzgaron los genocidios de Bosnia-Herzegovina o Ruanda en los años noventa para que se castigase la violencia sexual con más severidad.
Fue en junio de 2008 cuando el Consejo de Seguridad de la ONU adoptó la Resolución 1820 que señalaba que "la violación y otras formas de violencia sexual pueden constituir crímenes de guerra, crímenes de lesa humanidad o un acto constitutivo con respecto al genocidio". Por fin, desde diciembre de 2010, hace apenas una década, la Resolución 1960 exige la persecución de los responsables de actos de violencia sexual.
A lo largo de mi vida profesional he tenido que entrevistar a mujeres o menores violadas en Bosnia-Herzegovina, Sierra Leona, Colombia, Guatemala, Chile, Perú, El Salvador, Angola, Afganistán, Irak. Verdaderamente no hay situación más dura para un periodista. Incluso con el beneplácito de la víctima, este tipo de entrevistas te preñan de dolor y constituyen un descenso a los infiernos en medio de la fragilidad y la desesperación. Muchas mujeres deben ocultar el horror vivido a sus propios maridos para evitar ser abandonadas o acusadas de no haberse resistido hasta la muerte.
Violencias.Mujeres.Guerras, el libro de Gervasio Sánchez
El libro Violencias.Mujeres.Guerras recoge imágenes que han sido tomadas en 25 conflictos armados, dictaduras militares o crisis humanitarias. Pertenecen a nueve países africanos, siete latinoamericanos, cinco asiáticos y cuatro europeos. La imagen más antigua fue tomada en octubre de 1984 en Guatemala y la más reciente en junio de 2017 frente a la costa de Libia en el Mediterráneo central.
Abarca un periodo de tiempo de más 35 años de mi vida profesional. Desde que cumplí mis 25 años hasta los más de sesenta actuales. Desde que era el más joven de los fotógrafos y periodistas que cubría conflictos armados hasta convertirme en uno de los más veteranos.
Toda una vida viendo al ser humano atrapado en guerras cuyas causas desconoce y cuyas consecuencias sufrirá durante toda su vida y, quizá, hereden sus hijos y nietos, y donde la piedad, la conmiseración y la empatía no existen. Viendo a la mujer adulta y a la menor golpeadas por la violencia generalizada y sometida a prácticas específicas que las deja marcadas para siempre.
Siempre he creído que es fundamental documentar la lucha de las mujeres por la dignidad y la libertad en aquellos países con niveles de intransigencia espeluznantes, aunque muchas veces mi trabajo se reduzca a verlas sufrir y morir. Historias de vida inconclusas que han agrietado mi carácter, me ha vuelto más pesimista y menos contemporizador.
Algunas personas como las chilenas Ana González o Inelia Hermosilla fallecieron sin encontrar a sus seres queridos desaparecidos. De otras no conozco su paradero. En algunos casos sé que murieron de inanición o bajo las bombas. Las mayores eran muy jóvenes cuando yo empecé a documentar sus historias. Las medianas eran niñas cuando acudí por primera vez a sus países.
La ejemplaridad de las mujeres en las situaciones más violentas y absurdas me permite seguir creyendo que no todo está perdido, aunque a veces sea difícil distinguir un ápice de esperanza en plena catástrofe.