El mundo sigue avanzando hacia la abolición de la pena de muerte, cuya historia de implacable crueldad se remonta al año 1.700 a.C., cuando el sexto rey de Babilonia dio nombre al Código de Hammurabi, basado en la Ley del Talión (“ojo por ojo, diente por diente”).
A pesar de los retrocesos parciales, el avance contra la pena capital es positivo: en 112 países, (la mayoría de los países del mundo) se ha abolido la pena capital en la ley para todos los delitos. Cuando Amnistía Internacional comenzó en 1977 su campaña global contra la pena de muerte, apenas 16 países la habían abolido. Una batalla en la que, a día de hoy, continúa Amnistía Internacional con acciones como la recogida de firmas para pedir a Arabia Saudí que anule la sentencia de Mohammad bin Nasser al Ghamdi y del resto de personas condenadas a muerte.
Manifestación de protesta contra la pena de muerte en Manila, Filipinas. © REUTERS/Romeo Ranoco
¿Cuál fue el inicio de la pena de muerte?
Históricamente, en distintas épocas y culturas, la pena capital ha sido un instrumento clave para que los círculos de poder impusieran su modelo social o perpetuaran sus privilegios. Hasta tiempos muy recientes, reyes, cúpulas dirigentes y sacerdotes de diferentes religiones han justificado el uso legítimo de esa pena máxima, en determinadas circunstancias, contra sus súbditos y fieles.
Para reforzar su poder, a la ejecución física de quienes desafiaban el orden establecido se sumaba el tormento previo en los interrogatorios, lo que daba a la pena de muerte una triple función: castigar la transgresión, eliminar físicamente a sus autores y advertir al resto de la sociedad del peligro de desmarcarse de la autoridad.
La adopción de la pena de muerte por distintas sociedades implicaba la negación del derecho a la venganza privada –tanto individual como por parte del grupo, el clan o la comunidad– en casos de ofensas o agresiones. Se trataba de limitar así las represalias privadas desmedidas y las cadenas de venganzas entre individuos o grupos.
A ese primer paso que traspasaba la gestión de la venganza del individuo a la sociedad siguió la elaboración de leyes para reducir la subjetividad en la administración de justicia. El tercer paso fue la eliminación del tormento como método de interrogatorio o como pena complementaria a la ejecución. Y el cuarto, aún sin materializar totalmente, una abolición que abriría el camino a una última tarea pendiente: el impulso de modelos judiciales basados en la reinserción social.
Dos somalíes, condenados por el asesinato de una enfermera somalí, son atados a grandes estacas de madera mientras esperan a ser ejecutados por un pelotón de fusilamiento en Mogadiscio. © Mohamed Abdiwahab/AFP/Getty Images
Ejecuciones y torturas
La abolición de la pena capital –y de la tortura que muchas veces la acompaña– se enmarca en uno de los grandes retos de la humanidad de lograr un mundo más justo. Máxime cuando los procesos judiciales no están libres de fallos, y por muchas garantías que ofrezcan, no pueden asegurar de manera absoluta una justicia sin tacha. Máxime, también, cuando durante siglos la administración de la justicia fue acompañada del tormento, una práctica horrorosa que la privaba de la más mínima credibilidad. El uso legal de la tortura judicial sólo empezaría a abolirse progresivamente a principios del XIX.
La Inquisición fue un claro ejemplo de esa justicia fallida, ya que reunía todas las características para dictar sentencias injustas. No sólo se apoyaba en una concepción del mundo incorrecta (consideraba que la tierra giraba alrededor del sol), sino que atribuía posesiones demoníacas a personas con enfermedad mental y catalogaba como pecado grave cualquier pensamiento ajeno a la ortodoxia religiosa. Y todo ello reforzado por la tortura como medio de confesión.
Una de las actuaciones más graves de la Inquisición fue la condena a miles de personas, sobre todo mujeres, por brujería o por estar poseídas por el demonio. Se estima que entre mediados del XV y mediados del XVIII se produjeron entre 40.000 y 60.000 condenas a la pena capital por ese concepto.
Desde otra perspectiva, el caso de Galileo (1564-1642) es significativo. Afirmó que la tierra giraba alrededor del sol, como ya había dicho antes Copérnico (1473-1543), por lo que fue convocado por la Inquisición y obligado a "admitir su error". Galileo se retractó y salvó su vida, probablemente por ser muy conocido, pero muchos otros fueron condenados a crueles torturas y atroces ejecuciones por disentir de las verdades oficiales. Así sucedió con el aragonés Miguel Servet (que murió en la hoguera en 1553 en Ginebra tras ser acusado de hereje por el reformador protestante Calvino) y con el napolitano Giordano Bruno, que fue quemado vivo en 1600 en Roma por defender la nueva cosmología copernicana y mantener otras discrepancias doctrinales con la Iglesia católica.
Protesta en Managua, Nicaragua, contra la ejecución de Bernardo Tercero en Estados Unidos, 24 de agosto de 2015. Tercero fue condenado a muerte por asesinar a otro hombre en 1997 durante un robo en una lavandería en Houston, Texas. © REUTERS/Oswaldo Rivas
Precursores del abolicionismo
Hasta el siglo XVIII, la potestad de la sociedad de aplicar la pena de muerte en determinados casos no se discutía. En las distintas culturas podían variar las formas de ejecución, los delitos merecedores de la pena capital, los atenuantes y agravantes contemplados o la discriminación entre ciudadanos libres y esclavos en cuanto a su aplicación, pero la pena en sí no se cuestionaba.
El discurso favorable a la pena de muerte permaneció casi inalterable a lo largo de los siglos. Pero el abolicionismo empezó a colarse por sus rendijas. La primera referencia documentada se remonta al año 427 a.C, cuando Diodoto convenció a la Asamblea de Atenas de que revocara su decisión de ejecutar a todos los varones adultos de la ciudad rebelde de Mitilene con el argumento de que esa pena máxima no tenía valor disuasorio. Otras referencias citan al rey budista de Landa (Sri Lanka), Amandagamani, que abolió la pena capital durante su reinado en el siglo I y fue seguido por varios de sus sucesores, y al emperador Saga de Japón, que la suprimió a principios del siglo IX.
Entre esas aisladas excepciones al discurso dominante se encuentra el filósofo y humanista Tomás Moro (1478-1535), que se pronunció contra la pena de muerte y fue él mismo víctima de ella tras ser condenado por alta traición por no reconocer la legalidad del divorcio de Enrique VIII y Catalina de Aragón.
Una manifestante sostiene pancartas con los lemas "Stop a las ejecuciones en Irán" y "Libertad para Irán" durante una manifestación en Londres, el 14 de enero de 2023. La manifestación se celebró frente a Downing Street para protestar contra las ejecuciones en Irán.© Vuk Valcic/SOPA Images/LightRocket vía Getty Images
Abolicionismo moderno
Pero no sería hasta el siglo XVIII en Europa cuando cobró fuerza el cuestionamiento de la pena de muerte (y de la tortura asociada a ella) y, en paralelo, empezaron a buscarse métodos de ejecución más rápidos y menos dolorosos. El movimiento abolicionista moderno comenzó con la publicación en Italia en 1764 de la obra "De los delitos y de las penas", en la que Cesare Beccaria desarrollaba la primera crítica sistemática a la pena capital. Sus ideas inspiraron a Leopoldo I de Toscana para promulgar en 1786 un código penal que eliminaba la pena máxima, supresión que también se materializó en el código penal austríaco de 1787 (en ambos casos se restableció posteriormente).
Los enciclopedistas franceses del XVIII destacaron por su postura abolicionista, y Voltaire publicó en 1766 sus "Comentarios" a la obra de Beccaria. Pero no faltaron personajes controvertidos, como Denis Diderot (defendía a la vez la tortura de los delincuentes como forma de experimentación científica) o como Robespierre, que primero abogó por la abolición, luego condenó a muerte a numerosas personas y acabó siendo guillotinado él mismo. Entre 1793 y 1794, durante el Período del Terror, unas 40.000 personas fueron ejecutadas en Francia con o sin sentencia judicial.
Ya en el XIX, Víctor Hugo(1802-1885) fue un firme abolicionista y su popularidad como escritor le permitió divulgar masivamente sus ideas sociales en defensa de los colectivos desfavorecidos. Como él, muchas figuras literarias de ese siglo (Dostoievski, Tolstói, Mariano José de Larra, Concepción Arenal) rechazaron públicamente la pena de muerte. Y aún más en el XX: Albert Camús, Arthur Koestler, Azorín, Unamuno, Valle-Inclán, García Márquez, Saramago, Salman Rushdie, Truman Capote...
El mayor impulso abolicionista llegó tras la II Guerra Mundial con el crecimiento del movimiento proderechos humanos, que encontró bases firmes para su lucha en la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948 y en el Segundo Protocolo Facultativo del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos de 1989, único tratado internacional que prohíbe las ejecuciones y tiene como objetivo la abolición total de la pena de muerte.
Imagen del interior de una prisión. © Pexels
La abolición de la pena de muerte en España
El primer Código Penal español (1822) redujo la aplicación de la pena capital al garrote “sin tortura ni otra mortificación previa”. Y aunque el absolutismo restableció la horca, finalmente sería abolida en 1832 por Fernando VII. Los posteriores códigos de 1848, 1850 y 1870 confirmaron el método del garrote, si bien mantuvieron la posibilidad de fusilamiento en la legislación militar.
La pena de muerte se empleó sin interrupción hasta 1932, cuando fue abolida por una reforma del Código Penal en la Segunda República. Restablecida en octubre de 1934 para delitos de terrorismo y bandolerismo. Franco la reincorporó plenamente a la legislación penal en 1938 con el argumento de que su supresión no era compatible con el buen funcionamiento de un Estado "fuerte y justiciero".
¿Quién fue el último condenado a muerte en España?
Las últimas ejecuciones en España fueron en septiembre de 1975, cuando se llevaron a cabo cinco (dos militantes de ETA y tres del FRAPP) por fusilamiento. En marzo de 1974 habían sido ejecutados con garrote Salvador Puig Antich (anarquista catalán condenado por un tribunal militar por la muerte de un guardia civil) y Heinz Chez (condenado por asesinato), en un intento de las autoridades franquistas de confundir a la opinión pública para que identificara la violencia común y la violencia por motivos políticos.
La Constitución de 1978 abolió la pena de muerte, salvo para los casos que la legislación militar establecía en tiempo de guerra para traición, rebelión militar, espionaje, sabotaje o crímenes de guerra. En 1995, después de una larga campaña de Amnistía Internacional y la Comunidad de San Egidio y tras diversas acciones de organizaciones sociales e iniciativas individuales, la pena capital fue finalmente suprimida de la legislación militar con el acuerdo de todos los partidos políticos.
Un preso en el interior de una prisión. © Pexels
Sin embargo, esa abolición no es absoluta. La Constitución sigue diciendo en su artículo 15 que queda suprimida "excepto en aquellos casos que pudiera establecer el código de justicia militar en tiempo de guerra", por lo que su reintroducción para determinados delitos en tiempos de guerra no sería inconstitucional. Lo que sí violaría es el Segundo Protocolo del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos destinado a abolir la pena de muerte, que España ha firmado y está obligada a respetar. En 2009, España ratificó además el Protocolo 13 al Convenio Europeo para la Protección de los Derechos Humanos y las Libertades Fundamentales, que establece la abolición de la pena de muerte en cualquier circunstancia.
Amnistía Internacional considera que la Constitución española debería eliminar la mención a la pena de muerte e incluso prohibir expresamente la aplicación de la misma. Para AI, la pena capital es una violación de dos derechos humanos fundamentales: el derecho a la vida proclamado en la Declaración Universal de los Derechos Humanos y el derecho de toda persona a no ser sometida a penas crueles, inhumanas o degradantes. La organización trabaja en múltiples frentes para lograr la abolición. Su labor se centra en concienciar a la opinión pública, movilizar a la sociedad civil y presionar a gobiernos y autoridades para poner fin a esta forma extrema de castigo.