Información extraída de nuestro INFORME 2022/23
La libertad de circulación y el derecho a la información siguieron siendo objeto de férreas restricciones por el cierre de las fronteras. El gobierno anunció su victoria contra la COVID-19, pero no hubo indicios de administración de vacunas. Se sometió a la población, incluidos niños y niñas, a trabajos forzosos, y algunas personas fueron obligadas a ocupar puestos de trabajo designados por el Estado. Se creía que los campos penitenciarios para presos y presas políticos todavía seguían operativos. Hubo informes de tortura y otros malos tratos a las personas detenidas.
Información general
Tras el primer brote de COVID-19 en el país del que se informó oficialmente, se declaró una “emergencia nacional máxima”. Corea del Norte lanzó varios misiles; su retórica de enfrentamiento y sus ejercicios militares intensificaron las tensiones en la región. El país envió a su embajador a la 27 Conferencia de la ONU sobre el Cambio Climático (COP27), en una inusitada aparición diplomática durante la pandemia. En marzo, la OACNUDH informó de que había motivos razonables para pensar que se habían cometido crímenes contra la humanidad.
El gobierno mantuvo cerradas las fronteras de Corea del Norte durante 3 años por la COVID-19 y continuó imponiendo medidas temporales de cuarentena y control de la circulación en varias zonas. Se mantuvieron las restricciones a la circulación de personas y bienes entre ciudades y divisiones administrativas debido a la política de cuarentena. Al terminar el año, al menos 67 personas norcoreanas (32 mujeres y 35 hombres) habían huido a Corea del Sur, la segunda cifra más baja desde 2003, cuando se hicieron públicas las cifras oficiales por primera vez. La mayoría de esas personas se había trasladado a países como China antes de la pandemia y luego había entrado a Corea del Sur. Como consecuencia de los controles fronterizos, ninguna ONG ni ningún medio de comunicación pudo estar presente para hacer un seguimiento de las implicaciones de las restricciones impuestas, incluidas las relacionadas con la libertad de expresión y el espacio de la sociedad civil.
El cierre de las fronteras del país como respuesta a la pandemia de COVID-19 restringió aún más el acceso de la ciudadanía a la información procedente del extranjero. Según informes, aumentó la presencia militar a lo largo de la frontera y se instalaron cámaras de vigilancia y detectores de movimiento, lo que dificultó todavía más la entrada de información en el país.
Continuaba la represión contra el acceso a información del exterior y se imponían sanciones a quienes infringían la Ley de Denuncia del Pensamiento y la Cultura Reaccionarios, promulgada en diciembre de 2020. Según informes, se ejecutó a adolescentes por ver y compartir un programa de la televisión surcoreana.
Aumentó el uso cotidiano del teléfono móvil y el número de personas con contrato de telefonía móvil; sin embargo, el acceso a servicios de telefonía móvil internacionales y su uso fueron objeto de férreas restricciones. El acceso a llamadas internacionales estaba prácticamente bloqueado para la ciudadanía, y sólo un grupo muy reducido de la élite gobernante tenía permiso para utilizar Internet.
No hubo indicios de la administración de vacunas contra la COVID-19 a la población. La comunidad internacional, incluido el mecanismo COVAX, ofreció ayuda con las vacunas en reiteradas ocasiones, pero las autoridades la rechazaron en todos los casos. Sin acceso a las vacunas, en un país con uno de los sistemas de salud más vulnerables, 25 millones de personas quedaron expuestas a un riesgo grave de contraer el virus.1 El 12 de mayo, las autoridades norcoreanas anunciaron oficialmente que había habido casos confirmados de COVID-19, y el 10 de agosto declararon su “victoria” contra la COVID-19, afirmando que habían erradicado completamente el virus del país. Sin embargo, se siguieron detectando casos sospechosos. En septiembre, el gobierno anunció que podían dar comienzo las vacunaciones.
Más del 40% de la población sufría desnutrición, en muchos casos crónica, y necesitaba asistencia humanitaria. La FAO volvió a calificar a Corea del Norte como país necesitado de ayuda alimentaria externa. Los trenes de mercancías transfronterizos entre China y Corea del Norte operaban de forma intermitente, pero con menor frecuencia que antes de la COVID-19. La entrada de alimentos del extranjero a través de las importaciones y la ayuda de la comunidad internacional seguían siendo inferiores a las de antes de la COVID-19. Según informes, las autoridades norcoreanas habrían solicitado ayuda alimentaria a países como India y Vietnam. Se tuvo noticia de que desastres naturales reiterados como sequías en primavera y tifones en verano habían agravado la baja productividad del sector agrícola.
En el marco de la política de cuarentena, el contrabando en la frontera entre Corea del Norte y China estaba terminantemente prohibido. Sin embargo, al parecer algunas personas continuaron con esta actividad, y hubo informes de que también se llevaron a cabo de forma secreta actividades de contrabando no oficiales dirigidas por el Estado.
La escasez de alimentos que sufrían los grupos marginados —población con discapacidad, menor de edad, de edad avanzada y residente fuera de los pueblos y las ciudades— era especialmente grave. Las instalaciones de suministro de agua y los sistemas de alcantarillado eran deficientes en muchas zonas.
Al terminar la educación secundaria, algunas personas eran destinadas a puestos de trabajo designados por el Estado. La mayoría de los trabajadores y trabajadoras no empleados en sectores de prioridad nacional, como el ejército y los organismos encargados de hacer cumplir la ley, recibían salarios insuficientes para acceder a un nivel de vida adecuado. Hubo múltiples informes de personas implicadas en actividades ilegales para subsistir, como el contrabando, el robo y la fabricación y venta de drogas.
El Estado obligaba a algunos menores a trabajar en minas de carbón y granjas en condiciones peligrosas. Además de estudiar, los niños y las niñas tenían que llevar a cabo trabajos de limpieza, labores agrícolas y actividades de construcción impuestos por el Estado.
No se permitía la crítica abierta a las autoridades o los líderes. La ansiedad y miedo extremos estaban muy extendidos entre las personas que corrían riesgo de ser detenidas por motivos políticos y acusadas de crímenes contra el partido o el Estado.
Seguían operativos 4 campos penitenciarios para presos y presas políticos (kwanliso), aunque las autoridades negaban su existencia. Se calculaba que permanecían recluidas en ellos hasta 120.000 personas, que eran sometidas a trabajos forzosos, torturas y otros malos tratos.
Se creía que el número de personas detenidas o recluidas había aumentado. Las detenciones se llevaban a cabo por violaciones de las medidas de cuarentena como intentos de contrabando, rupturas del aislamiento y viajes transfronterizos, así como por consumo de drogas, prácticas religiosas —ya que las autoridades no toleraban ningún sistema de creencias alternativo— y acceso a información del exterior del país.
A pesar de que algunas informaciones apuntaban a que el trato dispensado a la población reclusa había mejorado en los años anteriores hasta cierto punto, al parecer hubo insultos, palizas, tortura y ejecuciones en los centros de detención administrados por los organismos encargados de hacer cumplir la ley, entre ellos el Ministerio de Seguridad del Estado y el Ministerio de Seguridad Social. En concreto, hubo informes de que los funcionarios de los centros de detención recurrían a palizas, tortura y restricción de alimentos para obtener “confesiones” o controlar a la población interna.
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