Al empezar a hablar, la inercia de Nadia Ghulam es sonreír. Pero muy pronto su rostro se vuelve serio al recordar su infancia en Afganistán y contar el sufrimiento de las mujeres de su país con los talibanes en el poder. Hablamos en Barcelona con esta activista, educadora social y escritora, que tuvo hacerse pasar por su difunto hermano durante diez años y que ahora sigue luchando desde su asociación, Ponts per la Pau, para reconstruir lo que la guerra y el fanatismo han roto.
“Para mí no es fácil repetir mi historia, revivir mi historia, hacer conferencias sobre mi historia, pero lo hago porque hay muchas ‘Nadia’ ahora en Afganistán que necesitan que alguien les escuche, les acompañe”. Así explica su activismo por los derechos humanos, y en especial por los derechos de las mujeres afganas, Nadia Gulham.
Las heridas de la guerra y el miedo
Cuando Nadia nació en Kabul, en 1985, Afganistán ya era un país azotado por la guerra y en el que el fundamentalismo tomaba cada vez más fuerza, en parte gracias al apoyo exterior de Estados Unidos. Con apenas seis años, resultó herida en el bombardeo de su casa. Catorce operaciones, seis meses en el hospital, cicatrices en el rostro y una vivencia que le marcará toda la vida fueron los resultado de esa bomba.
“Antes de que cayera la bomba en mi casa, yo era una niña muy feliz. Teníamos una casa muy grande, mi padre trabajaba, yo jugaba con mi hermano, las mujeres tenían bastante libertad, hombres y mujeres trabajaban juntos”, recuerda Nadia como un oasis. Luego, la guerra que ya azotaba a las provincias llegó también a la capital y poco después los talibanes a sus vidas. “Yo siempre digo que la guerra no es algo que te marca solo físicamente, que destruye las casas y las escuelas, la guerra cambia toda la mentalidad de una población. Un año de guerra es más de 10 años de retroceso y Afganistán es un país que sufre la guerra desde hace más de 50 años”, argumenta.
Cuando tenía once años los talibanes toman definitivamente el poder. Su hermano Zelmai había muerto y su padre estaba enfermo. “Las mujeres no podían trabajar, no podían estudiar, no podían salir de su casa, como está pasando ahora”, así que decidió ponerse ropa de chico y hacerse pasar por su hermano para que su familia y ella misma tuvieran algo que comer. Así, vivió 10 años, con el miedo cotidiano a que le mataran si era descubierta. “Por eso sufro estrés postraumático, viví muchos años de miedo, y aunque ahora ya hace mucho tiempo que vivo en España, sigo con este miedo por mi familia, por los seres queridos que tengo aún en Afganistán".
De esos años Nadia señala que casi peor que el miedo era el hecho de no tener esperanza, no poder tener sueños de futuro. “La guerra me robó la infancia y la adolescencia, hasta los 16 años no pude estudiar, era analfabeta”, cuenta quien hoy es escritora. Uno de sus recuerdos más dolorosos era cuando trabajaba en el campo, vestida de hombre, y veía a chicos salir de la escuela. Ella les pedía que le dejaran ver sus libros, y hasta les ofrecía comida a cambio. “Un día voy a tener mis propios libros, yo voy a leer y a escribir”, les decía provocando la risa de ellos como única respuesta. Años después, Nadia narró todas esas vivencias en la novela El secreto de mi turbante.
Nadia Ghulam. © Javier Herrera.
Refugiada sin refugio
En 2006, Nadia llegó a Badalona, ciudad cercana a Barcelona donde todavía vive con sus padres adoptivos gracias a la Asociación para los Derechos Humanos en Afganistán (ASDHA). En estos años ha aprendido catalán, informática, y es educadora social en una ONG, trabajo que compagina con diferentes iniciativas de apoyo a su país.
Pero los comienzos no fueron fáciles: “Sufrí mucho, aunque he venido con las heridas de bomba en mi cara, en mi cuerpo, no me aceptaron como una persona refugiada. Tuve que vivir tres años sin papeles, cinco años sin permiso de trabajo, 17 años sin conseguir la nacionalidad española”. Nadia agradece a su familia de acogida haberle devuelto la esperanza en la humanidad, y a esos profesores y profesoras del instituto que le dejaron entrar en sus clases aunque no tuviera papeles, saltándose las normas, porque “antes de protocolos somos seres humanos”. “La vida de una persona refugiada no es fácil, pero la de una refugiada no reconocida como refugiada aún más”.
Vivir en dos lugares
Desde hace casi 20 años Nadia reside en Cataluña, pero en su día a día es como si estuviera siempre en dos lugares a la vez. “Mi ánimo y mi pensamiento está en mi país. Trabajo ocho horas para vivir aquí y pagar mi alquiler, y otras ocho para ayudar a las mujeres de mi país”. A través de la asociación que fundó, Ponts per la Pau (Puentes por la Paz), construye lazos entre comunidades, apoya a víctimas de la guerra en su proceso de rehabilitación, difunde la gastronomía afgana como forma de conexión pero, sobre todo, trata de que a las mujeres afganas no le vuelvan a quitar lo que le arrebataron a ella durante años: educación, cultura, libros...
A pesar de todas las prohibiciones impuestas por los talibanes, Nadia no es de las que baja los brazos ante los obstáculos. Ni hace 30 años ni ahora. Su organización sigue trabajando con más de 500 mujeres en cinco provincias del país a través de escuelas de cultura, acompañamiento psicológico, atención médica... Desde su ordenador en Badalona está en contacto con su equipo y hace lo imposible por apoyarles. Y manda un consejo: “lo primero es no rendirse, no esperar a que te ayuden de fuera, sino ir a buscar tú la libertad”.
“¿Por qué la comunidad internacional siempre han dado armas a los hombres afganos para que vayan a luchar unos contra otros? No nos dan bolígrafos y libretas a las mujeres en la diáspora para que vayamos en nuestro país y hagamos cambios a través de nuestro conocimiento, nuestra cabeza”, se pregunta Nadia sin moverse del asiento, pero ya con la cabeza totalmente a miles de kilómetros.
“Cada día cuando me levanto es muy duro, tengo que llorar porque de alguna forma tengo que sacar este dolor y esta impotencia. Pero luego voy a encontrar alguien que me echa una mano en este camino, porque esas niñas merecen tener voz”. Y escuchándola con esa determinación parece que es un poco menos imposible su sueño, un Afganistán en paz.