Cualquier persona aficionada al fútbol con un poco de información y conciencia ha tenido un dilema estos días. Cómo disfrutar de un torneo nacido de la corrupción, teñido de sangre y jugado en un país donde los derechos humanos son un espejismo en el desierto.
“¿Pero cómo puedes ser del Milan con el presidente que tiene?” Le pregunté, entre el asombro y la decepción, a mi amiga Ludovica, comprometida militante comunista (y en Italia saben mucho de ser comunistas). Fue al final de mi Erasmus, hace algo menos de 20 años, aunque parece que pasó en otra vida. A Silvio Berlusconi ya le había dado tiempo a ser presidente del Gobierno por segunda vez. Controlaba las tres televisiones estatales, más las de su empresa Mediaset, es decir, las cadenas que veía casi toda la audiencia. Era asimismo el dueño de productoras audiovisuales, revistas, periódicos, constructoras, y muchos otros negocios que le acabarían llevando poco después a ser el hombre más rico de Italia. Y desde hacía años, también era presidente del rossonero A.C. Milan, el club de los amores de Ludovica.
“¿Sabes qué pasa? Que este hombre es dueño de medio país. Soy del Milan desde que era niña. No le voy a permitir que decida también de qué equipo soy”. Así recuerdo la respuesta que me soltó mi amiga: sin dudas, sin condicionales, sin remordimientos.
Una pintura mural del difunto astro del fútbol Diego Maradona se ve mientras la gente pasa, durante el segundo aniversario de su muerte en West Bay, en Doha, Qatar, el viernes 25 de noviembre de 2022. © AP Photo/Jorge Saenz
En estos primeros días de Qatar 2022 me he acordado mucho de ella. Y de mis primeros recuerdos de un Mundial de fútbol: las lágrimas de Maradona en la final de Italia 90. Y las mías cuatro años después, de pura rabia adolescente, viendo sangrar por la nariz a Luis Enrique sin que el árbitro expulsara a Tassotti. Unos cuantos aprendimos ese día que el fútbol, y de paso la vida, no tienen por qué ser justos.
Pensaba también que esta vez con Qatar no tendríamos la excusa de Argentina 78, cuando muchos aficionados pudieron decir después que no sabían que, a pocos metros de uno de los estadios donde se jugaba el torneo, se torturaba, se asesinaba, se desaparecía. Ahora llegamos al Mundial con la única duda de cuántos miles habrán perdido la vida en la construcción de los estadios e infraestructuras relacionadas con el torneo. Y con la certeza de que muchos de sus familiares en Nepal, en Bangladesh o en Pakistán siguen sin saber la verdad de lo ocurrido ni reciben una reparación por los abusos sufridos por sus seres queridos.
También recordaba cómo la elección de la sede vino manchada por la compra de votos y la corrupción. Y que respondía a la intención de las autoridades qataríes de que el resplandor de las estrellas del planeta fútbol sirviera para lavar su imagen y tapar sus vergüenzas internas ante la comunidad internacional. Sportwashing,lo llaman los ‘anglo’ desde hace algún tiempo.
Trabajadores de la construcción en las gradas del nuevo Estadio al-Bayt de Qatar en la capital Doha. © Giuseppe Cacace/AFP vía Getty Images
Por todo esto, aparté la mirada de los primeros partidos, también de los resúmenes y de las crónicas. No en modo boicot, ya ves lo que le importa al presidente de la FIFA o al emir de Qatar que yo vea o no el partido, sino porque pensaba que no iba a poder disfrutarlo. Hasta el día del debut de España, cuando a la salida del cole mi hijo me hizo la previsible pregunta, “¿Podemos verlo?”. Mi respuesta, un ‘claro que sí’ seguido de una importante chapa sobre derechos humanos adaptada lo más posible a 7 años. Su contestación da cierto pie a la esperanza: “ya lo sé [que ha muerto gente en la construcción de los estadios], uno de mi clase me lo ha dicho”. A quienes pensaban que nadie se iba a enterar de lo que pasase en las obras bajo el férreo control de Qatar, ya ven, lo saben hasta los niños de primaria de un pueblo de España.
Y, sí, desde entonces estoy siguiendo este Mundial que me repugna. No dejo de recordar a quienes murieron en su construcción cuando la cámara ofrece un plano general de sus flamantes estadios. Me vienen a la cabeza los testimonios de los guardias de seguridad (migrantes, por supuesto) trabajando a pleno sol con 50 grados, o frases como “me tratan como a un perro”, de una de las mujeres que trabajaba 18 horas al día en el servicio doméstico, quizás en uno de esos relucientes rascacielos que vemos de fondo estos días. Y, por supuesto, me cabrea cada vez que observo que el desparpajo juvenil de la selección española es lo contrario a la cobardía con la que los dirigentes de la Federación Española, nuestra Federación, se ponen de lado ante cualquier cosa que tenga que ver con igualdad o derechos humanos.
Sí, todo eso está muy mal, pero al final estoy viendo los partidos, buscando los resúmenes o leyendo las crónicas... Me aferro a la idea de mi amiga Ludo, esa de no permitirles a quienes lo tienen todo que también nos roben la pelota. Pero sé que puede ser solo una excusa, una trampa al solitario para justificar lo injustificable, que mi compromiso con los derechos humanos es menos fuerte que mi deseo de distraerme un rato de todas las preocupaciones y disfrutar de un rato de Mundial, que es como tomarse un sorbo de infancia.
Una vista aérea del estadio Al Janoub al amanecer del 21 de junio de 2022 en Al Wakrah, Qatar. El estadio Al Janoub es una de las sedes de la Copa Mundial de la FIFA Qatar 2022. © David Ramos/Getty Images
La verdad, yo no sé si, como vino a defender Maradona con ese “la pelota no se mancha”, nada de lo que sucede fuera del campo puede empañar lo que ocurre dentro. Pero lo que tengo claro es que, pase lo que pase a partir de ahora,lo gane quien lo gane, este será el Mundial de la vergüenza. El problema es que como los organizadores ni la han tenido ni se espera que la tengan, al final nos la han pasado a los aficionados y aficionadas por sentarnos delante del televisor. Ojalá esta sea la última vez que tenemos que sentir vergüenza y justificarnos por ver y disfrutar un Mundial que nos repugna.