Khaled*, de 13 años, está sentado y reclinado en el hombro de su abuela jugando con un trozo de alambre. La abuela lo rodea con el brazo y lo besa en la cabeza mientras dice: “No queremos que se lo lleven. Es el único hijo que nos queda”.
Alrededor de ellos, en semicírculo, están sentadas su madre, varias de sus tías y otros miembros femeninos de la familia. Esta familia extensa llegó al campo de Ninewa, en la ribera oriental del río Tigris, en agosto de 2017, inmediatamente después de su apertura. Desde entonces viven allí. La decisión de si pueden o no regresar a su hogar depende de hombres de sus pueblos.
La madre de Khaled, Nawal*, explicó: “En nuestro pueblo hubo una reunión. Dijeron que nuestra familia no podrá regresar jamás. A otras familias que tenían un miembro del Estado Islámico se les ha permitido regresar. Tenían a alguien que las apoyó. Nosotros no tenemos a nadie. Todos nuestros hombres están muertos, desaparecidos o en prisión”.
Su historia es sólo uno de los innumerables relatos de las dificultades a las que se enfrentan las familias encabezadas por mujeres que viven en campos para personas desplazadas en el norte de Irak. Algunas de las persona con las que hablé durante una visita reciente, en mayo de 2019, habían intentado regresar a sus hogares, pero actores armados se lo habían impedido; otras lograron regresar pero fueron expulsadas con amenazas de violencia o detenciones y obligadas a regresar a los campos.
“No queremos que se lo lleven. Es el único hijo que nos queda ya.”
Abuela de Khaled, niño de 13 años cuya familia está desplazada en el norte de Irak
Amnistía Internacional y otras organizaciones han documentado el castigo colectivo impuesto a las familias desplazadas, especialmente las encabezadas por mujeres. A muchas se las percibe como simpatizantes del grupo armado Estado Islámico a causa de factores que escapan a su control —tener lazos familiares, aunque sean lejanos, con hombres que tuvieron participación de algún tipo en el Estado Islámico— y son sometidas al ostracismo por el resto de la sociedad. Estas familias han denunciado haber sufrido desplazamiento forzoso, desalojos, detenciones, la demolición o el saqueo de sus casas o amenazas, abusos sexuales, acoso sexual y discriminación tras regresar a sus lugares de origen.
En la actualidad, abandonadas en los campos, continúan teniendo dificultades para acceder a carnés de identidad y otros documentos oficiales sin los que las mujeres no pueden trabajar, desplazarse libremente ni heredar propiedades o pensiones, y con frecuencia sus hijos no pueden ir a la escuela ni recibir atención médica y corren el riesgo de convertirse en apátridas.
Según información publicada en los medios esta semana, la comisión parlamentaria iraquí ha anunciado que se están creando tribunales para permitir a los niños y niñas nacidos bajo el régimen del Estado Islámico obtener documentos oficiales que les garanticen sus derechos básicos.
Tras el regreso a sus lugares de origen de casi cuatro millones de personas internamente desplazadas desde que las autoridades iraquíes declararon la victoria sobre el Estado Islámico y pusieron fin a las operaciones militares en diciembre de 2017, las personas que permanecen desplazadas en campos y lugares informales temen quedar atrás —marginadas e ignoradas— de forma indefinida.
“La gente piensa que cualquier persona que aún esté desplazada está vinculada al Estado Islámico. Como si hubiésemos elegido no volver o tuviésemos elección en algo”, se lamentaba una mujer desplazada que dijo que temía ser hostigada y detenida si regresaba a su pueblo en la gobernación de Salah al Din. Explicó que se arriesgan a ser hostigadas y detenidas por actores armados: “Se llevan a todo el mundo. A cualquiera. También a las mujeres. Si cierran estos campos, no tendremos donde ir. Nadie que nos proteja. No nos quiere nadie”.
“Se llevan a todo el mundo. A cualquiera. También a las mujeres. Si cierran estos campos, no tendremos donde ir. Nadie que nos proteja. No nos quiere nadie.”
Mujer desplazada en el norte de Irak
Niños iraquíes desplazados transportan colchones y otros útiles en el campamento de Hasansham. © ACNUR/Ivor Prickett
Nawal, cuyo esposo murió en un ataque aéreo en Mosul, viajó recientemente desde el campo de Ninewa a la Dirección del Registro Civil de su zona natal, en la gobernación de Salah al Din, para solicitar nueva documentación sobre el estado civil para ella y sus hijos e hijas. Su hija más pequeña, de tres años de edad, no tiene ningún documento. Según explicó, las autoridades dificultan muchísimo la obtención de tales documentos, y adujo que temía que detuviesen a su hijo mayor si lo veían con ella.
“Las autoridades son quienes deciden quien logra tener una vida normal y quien no”, dijo una cooperante internacional cuya organización ofrece asistencia a familias que tienen su documentación en regla.
Como en el caso de cientos de miles de familias que quedaron atrapadas en el conflicto armado contra el Estado Islámico en Irak, la familia de Khaled ha sufrido numerosos desplazamientos desde que abandonó su zona natal en Salah al Din hasta que la llevaron al campo para personas internamente desplazadas de Ninewa. Y como muchas otras familias, por el camino han perdido a la mayoría, sino a todos, sus familiares varones a consecuencia de la violencia o las detenciones practicadas por fuerzas iraquíes y kurdas.
Una de las mujeres describió cómo miembros armados y enmascarados del ejército agarraron a su esposo y lo detuvieron acusándolo de ser un “dirigente terrorista” durante las operaciones para recuperar el oeste de Mosul: “Llevábamos una bandera blanca todo el tiempo. Caminamos de un barrio a otro hasta que llegamos a la ciudad vieja. De repente apareció el ejército como de la nada... Mis hijas gemían como animales heridos por su padre. Dios sabe dónde estará ahora”.
Otra mujer me contó: “A menos que [los residentes del pueblo] nos digan que volvamos, vamos a estar en este campo eternamente. Si lo cierran, no tendremos donde ir”.
Para la población de estos campos el futuro es preocupante y desolador. Se debe dejar de castigar a las mujeres y niños y niñas iraquíes con presuntos vínculos con el Estado Islámico por delitos que no cometieron. Las autoridades iraquíes deben poner fin a los ciclos de maltrato y marginación que están generando violencia entre comunidades, tomando para ello medidas que garanticen que estas familias pueden regresar voluntariamente a sus hogares sin temor a sufrir intimidación, detenciones ni agresiones. Entre tanto, las autoridades iraquíes deben protegerlas frente a la discriminación y darles acceso a servicios esenciales para que puedan recuperar un mínimo de normalidad en su vida.
Nawal miró hacia sus hijos y dijo: “Si supiésemos que en nuestro pueblo vamos a estar a salvo… Para los niños es mejor que regresemos. Si nos quedamos aquí y nuestros hijos se sienten rechazados y son llamados ‘hijos de miembros del Estado Islámico’, albergarán resentimiento y odio en su corazón. Eso es peligroso…”.